Lanzada a Montoro muerto

No debe extrañar que la sociedad española se haya lanzado en tromba –en tropel-  en el caso Montoro, dejando al PP poco margen para la defensa del correligionario. Una reacción que, aprovechamientos partidistas al margen, ha tenido mucho de una Fuenteovejuna espontánea.

En efecto, los vikingos saqueaban las costas pero cuidándose de hacerlo con escrupulosa igualdad: esquilmaban a todos en la misma medida, sin dejar títere con cabeza. Y es  que el bandidaje resulta menos ofensivo si viene recubierto con esa pátina democrática: el famoso mal de muchos (o de todos), que sirve de consuelo y no sólo a los tontos. Por el contrario, el pirata de Jaén –un oprobio para la tierra de las aceituneros altivos que aplaudiera Miguel Hernández- dispensaba sus fechorías de manera selectiva, dejando incólumes a algunos: casualmente, quienes habían pasado por la caja previamente señalada al respecto –el lucro personal que ya conocemos- con lo que ello supone de deshonestidad, rasgo que jamás pudo reprocharse a los más sanguinarios de los navegantes escandinavos.

Después de varios días de tormenta informativa (retardada, sí, porque los hechos son antiguos, pero sucede que las bombas estallan cuando ellas quieren), el personaje ha quedado reducido a una piltrafa: no se le ve por la calle y bien se comprende, porque podría dar lugar a linchamientos populares que dejasen muy atrás a lo sucedido en Torre Pacheco en los momentos más críticos. Pero, aun así, no pasa nada –casi resulta obligado- por echar aún más leña al fuego para recordar que, también en lo  que hace a su trayectoria profesional, o sea, al margen de la política y los partidos, estamos ante alguien que ha sido un tramposo. Un auténtico impostor, para decirlo con la crudeza que puede ser propia de la lengua castellana. Y decirlo justo ahora no es ensañamiento, sino estricta justicia.

El hombre cuenta en su CV, con tono de blasón, que es Catedrático de Hacienda Pública de la Universidad de Cantabria desde el remoto 1989 (donde habría permanecido hasta su jubilación, que, habida cuenta de su fecha de nacimiento -1950-, debió haber sido, como tarde, en 2020).

Pero bien se sabe que las medias verdades son más peligrosas que las mentiras completas. Sucede que la Facultad santanderina de Económicas y Empresariales no surgió de la nada, porque allí existía una Escuela de Comercio, donde la docencia, en tres cursos, la impartían Profesores Titulares que estaban exentos de cumplir el requisito, elemental en un centro académico, de ser Doctores, con lo que la Facultad nació –y así se llamaba- sólo para el segundo ciclo, o sea, cuarto y quinto. Había que buscar Doctores, para hacerlos Catedráticos de Universidad, deprisa y corriendo. Sólo en ese contexto se explica que ese tipo accediera al cuerpo. No fue por sus conocimientos en la materia hacendística: la asignatura del gran Enrique Fuertes Quintana (por cierto, nacido en Carrión de los Condes, en Palencia, no lejos de Cantabria) le quedaba muy grande.

Se dirá, descubriendo un Mediterráneo, que Catedrático ignorante no es el único, porque todo el mundo conoce ejemplos de muchas personas que jamás habrían debido llegar ahí. Una constatación elemental (en mi asignatura, el Derecho Administrativo, el gremio ofrece, desde tiempos remotos, y no sólo en mi pueblo,  ejemplos que son para nota) pero que, francamente, sirve poco como argumento de defensa del reo.

Más aún: si el sujeto no hubiese sido colocado al frente del Fisco español, su desconocimiento, por enciclopédico que resultase, habría podido incluso pasar desapercibido en el oscuro mundo de las aulas. Pero sucede que, en su segundo mandato –aún más infeliz que el primero-, tuvo la ocurrencia de promover la aprobación del Real Decreto-Ley 12/2012, de 30 de marzo, de amnistía fiscal (en teoría, “por el que se introducen diversas medidas tributarias y administrativas dirigidas a la reducción del déficit público”), que el Tribunal Constitucional, por unanimidad (dato no pequeño), se llevó por delante, por entender que no era la norma adecuada por Sentencia 73/2017, de 8 de junio. Y no será porque Domenico Scarletti  no se muestre condescendiente con la figura del artículo 86 de la Constitución.

Y no fue la única vez. Por Real Decreto-Ley 3/2016, de 2 de diciembre, por el que se adoptan medidas en el ámbito tributario dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y otras medidas urgentes en materia social (el lenguaje político es lo que tiene), incluyó un incremento en el Impuesto de Sociedades que el Tribunal constitucional desautorizó por Sentencia –esta vez, con un voto particular- 11/2024, de 18 de enero, generando un agujero de recaudación de 5.000 millones de Euros. Si, poner a un ignorante al frente de negocios tan serios –ya se sabe que los partidos políticos, a la hora de seleccionar a los gobernantes, no suelen mostrar mucho tino- no resulta precisamente gratis.

Ni que decir tiene que, con tantos cargos públicos, incluida una estancia en el Parlamento Europeo-, el tal docente no ha tenido un  minuto (desde 1989, se insiste)  para ocuparse de sus responsabilidades académicas, porque en las aulas santanderinas no se le ha visto jamás. Cosa que debe afirmarse no con tono de denuncia, sino de alivio: los alumnos deben estar agradecidos –ellos sí- al destino.

En cuanto a Jaén, la patria chica del héroe (y por cierto tierra de un gran hacendista, Antonio Flores de Lemus, honra y prez de la provincia), sucede que en los pasillos de su Universidad tampoco se le ha visto jamás, ni tan siquiera una conferencia  -que la situación administrativa de servicios especiales no impide- durante el tiempo en que fue diputado por allí, ni nadie se reconoce como discípulo suyo, aunque fuese diciéndolo (lo que se comprendería) con vergüenza y a escondidas. Otros alumnos que han tenido esa suerte.

Hacer públicos estos datos en las presentes circunstancias puede antojarse, sí, algo parecido a lo que en la reconquista, una vez muerto el moro, consistía en alancear el cadáver. Pero, sin ponerme en la piel de los guerreros cristianos, intuyo que debía ser una auténtica gozada.

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz